Greenwich, Londres, Noviembre 2013
Fue un domingo por la mañana. El primer día de sol después de una semana de lluvia y oscuridad. Londres en esa época ya tiene noche a las 5.30 PM y entonces, cuando hay sol, todos salen a aprovecharlo temprano. El domingo se respira en cualquier lado donde se esté. Los sábados por la noche y los domingos por la mañana tienen un registro similar en casi todas partes. Al menos eso es lo que siento.
Después de varios intentos frustrados, salí a correr ese domingo. Estaba en la cobertura del Masters de tenis y fue a la mañana siguiente de la eliminación de Juan Martín Del Potro frente a Roger Federer. Venía de días muy largos y de un sueño aún comprometido por el jet lag. De a poco una sensación de frustración me ganaba: había ido a Londres a trabajar, no a correr. Pero al no poder concretarlo me sentía incompleto. El dia anterior, el sábado, ya había hecho el intento de salir a correr pero el cambio de temperatura había sido muy brusco (5º C y lluvia torrencial). Excusas para muchos, un freno importante para mí.
Ese domingo fue una batalla ganada. Al mal clima y a mi pereza. Uno de los cambios fundamentales en mi experiencia de corredor es que la pereza no es una sensación que me agrade. A muchos les pasa eso. La pereza suele generar culpa. Pero no era mi caso. No era culpa por una situación de presunta pereza, sino de incomodidad porque sentía que estaba aprovechando mal el tiempo. Era evidente que precisaba el descanso en medio de una cobertura que me demandaba 12 horas por día. Pero no era una explicación suficiente para mí.
Ese sábado que no corrí me sentí peor cuando baje a desayunar en el hotel y a los cinco minutos de haberme sentado ingresó una chica vestida de corredora que se disponía a reponer energías. Eso me puso peor. Un corredor a veces no se fija en las marcas de los otros, sino en todo lo que identifica a los corredores. Era la situación más frustrante: ella había corrido y yo no. Para ella también había caído lluvia, hacía frío y estaba desapacible. Pero ella fue y yo no.
Me acordé de eso el domingo temprano cuando desde mi habitación comprobé que era un día soleado. La salida de la cama fue ya directamente para ir a correr. Una remera, otra térmica, un buzo , calzas, pantalones cortos. Y mi GPS. El GPS es el testigo de las corridas de quien lo usa. Da testimonio y es más exacto que una fotografía. Muestra por donde estuvimos, cuando pasamos por cada sitio y cuánto tiempo nos demandó. Lo confieso: fue una corrida de apenas 17 minutos. Nada espectacular. Estaba cansado por el trabajo, pero feliz por haber salido a hacerlo.
Corrí como lo había imaginado. Es decir, me sentí parte de esas calles siempre en curva de los suburbios ingleses con ventanales de madera y ladrillos grises en el exterior. Otra línea de arquitectura es de las casas totalmente blancas con columnas en sus pequeñas entradas y el sótano al que se accede por una escalerita externa. Salía humo por la calefacción y el asfalto estaba escarchado.
Ahí estaba yo. Haciendo ese camino. Cruzándome apenas después de las 10 am con señoras que paseaban perros y otros corredores que iban en sentido contrario. Recuerdo a dos que iban con lo mínimo: nada de abrigo y pantalones cortos. Mi búsqueda permanente era hacia el Greenwich Park. Sabía que estaba en zona, pero no exactamente donde quedaba. Los otros corredores suelen servir de radar. Pensé: hay varios que ya vienen muy transpirados y vienen hacia mi lado. Es un dato que no se razona pero que se percibe. Un sentido de la orientación tal vez inútil, pero que a los corredores nos indica por donde ir en lugares desconocidos.
Mi carrera iba por la calle principal de Greenwich. A la altura de la estación del underground se había montado un mercado callejero dominical de venta de antigüedades. De esas cosas viejas, tal vez inútiles, pero queribles. No detenerme ahí implicó un esfuerzo enorme y ahí estuve de regreso, café con leche en mano y con una cake de frambuesas del Deli de Jamie Oliver ubicado en el centro del suburbio.
Un leve giro a la derecha me llevó por la serpentina de una calle cuesta arriba hasta encontrar una entrada lateral al parque. Mientras miraba para cruzar se apareció como un rayo, desde una esquina, una chica a la que nunca le vi el rostro y de modo involuntario me marcó el camino. Los parques ingleses difieren en dimensiones pero tienen un trazado parecido. Tienen zonas de tránsito muy amplias, de cemento, desde donde salen caminos paralelos y diagonales que permiten recorrerlos interiormente sin pisar nunca el césped.
En la corrida inicial me crucé con una pareja de chinos. Supongo que eran chinos. Muy equipados y con perfil de corredores tecnológicos. Los dos con auriculares blancos, pero ella vestida totalmente de blanco y él totalmente de negro. También ví venir de frente a una pareja con un su bebé con un carrito aerodinámico, de esos que tiene la rueda delantera grande y alejada de las dos ruedas que están debajo del propio bebé. Eran esas parejas que se adivina tienen la actividad física totalmente fuera de sus radares. Desbordados quizás por las tareas hogareñas derivadas de la paternidad. Todavía están a tiempo. Es alucinante advertir como cuando corro todo lo que aparece delante de mi mirada queda guardado en alguna parte, como si fuera la tarjeta de memoria de una cámara de grabar video.
Seguí a la chica sin rostro durante 100 metros y luego me puse a improvisar. Anduve por un sendero exterior del Greenwich Park, aunque siempre por dentro de su perímetro, y luego decidí girar hacia el interior por una de sus diagonales. Por otra, hacia mi sentido, ví el intenso entrenamiento de una mujer de unos 35 años, en shorts y musculosa, muy magra, con la cara enrojecida por el esfuerzo. Un esfuerzo ya definitivo. Sus venas estaban a punto de explotar y corría con los brazos en perfecto balanceo, moviéndolos rápidos y las palmas firmes como navajas desplegadas.
Delante suyo iba su entrenador. También podía ser su pareja, de edad similar. Tenía brazos y piernas de rugbier y ninguno de los dos parecía sentir frío. Mis movimientos, yendo hacia el mismo centro que ellos, los sentía lentos y pesados frente a semejante entrega. Estaban cerrando el entrenamiento. “Come on, last sprint….Catch me, catch me..More power…” (“Vamos última corrida, agarrame, más fuerte…) eran sus órdenes, un domingo a la mañana, recién pasadas las diez.
Puesto a escribir esto me sorprende haber captado esos pensamientos gritados por entrenador y corredora. Y en inglés. Lo que me sorprende es tener el convencimiento de haberlos escuchado en mi idioma. Tras una corrida “estandar” de 20 minutos salí del Parque por la entrada principal y fui a comprar mi desayuno. Terminé en el mercado vintage comprando dos cartelitos de metal que promocionaban conciertos de los Rolling Stones y White Stripes.
Me sentí totalmente integrado.
Autor – Loco invitado: Marcelo Gantman.
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